¿VOLAR? ®
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Oscuro para que todos
atiendan.
Claro como el agua.
Claro, para que nadie comprenda.
ANTONIO MACHADO |
“Me importa un pito que
las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis
de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho
de que amanezcan con un aliento afrodisiaco o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportar una nariz que sacaría el primer
premio en una exposición de zanahorias, pero, eso sí, y en
esto soy irreductible: no les perdono, bajo ningún pretexto... que
no sepan volar.”
Estaba sólo. En una
casa en la que vivía mucha gente, siempre estaba solo y con la televisión
y los sentimientos en exclusiva. Esta premisa, comienzo de una película
inesperada y definitiva: “El lado oscuro del corazón”,
le mostró el camino a seguir para solucionar sus problemas de terrenidad.
Duro, afianzado al suelo y
a los razonamientos que justificaban todos los actos, no dejaba nada a la
improvisación y todo tenía un sentido y sucedía por
algo. Cualquier suceso, cualquier acontecimiento político, religioso,
penurias humanas o desastre universal, lo razonaba y lo desproveía
de trascendencia y valor.
Todo esto le sumía en un mar de confusiones y le hacía infeliz,
aunque se justificara en la lógica y la experiencia.
Se desencajó del sofá
de un salto, se puso su abrigo “de toda la vida”, un poco gastado
y pasado de moda pero con todos sus botones: ¡quince años tenía
el abrigo!
Con determinación y seguridad se encaminó al gran centro comercial
que quedaba a pocas manzanas de su domicilio. No sabía muy bien qué,
pero algo en su cabeza le empujaba a aquél lugar absurdo y desacostumbrado
donde era improbable que encontrara unas alas para él o una compañera
alada que le alzara del suelo.
Caminaba ligero y concentrado, la cabeza hacia el suelo y las manos en los
bolsillos. Con la excusa de contar baldosas en la acera, los pasos que no
cuadraban con los rombos de cemento los rectificaba con pequeños saltitos
que le servirían como aprendizaje y entrenamiento para el futuro despegue.
Llegó al hipermercado,
tomó un carrito y recibió la consabida e inevitable bofetada
de aire caliente que da paso a la gran nave del mogollón.
Cogió lo primero que le vino a mano, una Coca-cola de 2 litros, y
la echó al carrito: fundamentalmente para que no se lo quitaran al
verlo vacío. Con ese equipaje inició su andadura, Hiper a través,
a la caza y captura de sus “alas”. El lugar era aborrecible para
él, pero allí le había encaminado su vacío mental
y su “pronto incontenible”, como decía cuando quería
justificar una decisión absurda pero determinante.
Se sentó en un banco circular, en medio de una placita que proporcionaba
una amplia visión del campo de operaciones: la zona de la fruta, la
de los congelados, dos pasillos repletos de conservas y un amplio y surtido
stand de variantes y frutos secos.
Con los brazos cruzados encima del frío hierro del carro y la cabeza
sobre ellos, se dedicó –sin prisa y con las gafas bien caladas-
a observar deambulaciones, gestos y andares de todas las candidatas que se
ponían al alcance de la limitada visión que le proporcionaba
el intermitente paso de carritos y carreteros consumistas.
Gordas, flacas, menudas, pintonas, horteras con chándal, chillonas
con niños, puestas, señoronas, snobs y alguna famosilla de
la tele con sus gafas negras y sus vaqueros ajustados, transformada en humana
de calle y accesible a las miradas y a la verdad.
A través de un carrito rodeado de cuatro niños, un padre sudoroso,
una abuela con bolso rojo bien sujeto y una madre con coleta, que se acercaba
a ellos desde el estante de los chocolates como la madre pájaro que
lleva alimento al nido, entrevió una figura pequeña y delicada
que con gorrito de piel, pasito corto y diligencia, depositaba en el carro
lo que faltaba en su casa.
En un: “¿podría apartar el carro, por favor?”,
vuelve al punto de atención donde la familia había cambiado
su circulo de influencia por un par de fundas de chocolate en el suelo y,
de repente, se encontró sin parapeto y con los ojos de “Campanilla”
–así la había bautizado- en los suyos, y los suyos perdidos
en el techo. Se quitó las gafas, las limpió, las guardó
en el bolsillo, las volvió a sacar, las limpió, se le cayeron
al carrito y amortiguó un seco y callado golpe en la barbilla con
las varillas de hierro con un: “Me cagüen...”
Campanilla seguía abasteciéndose de viandas. No miraba las
etiquetas: quizá no le importaban las miles de porquerías que
contienen algunos productos y lo buenísimos que son otros sin colorantes,
conservantes, espesantes, etc., y además, más baratos.
No repartía la carga en el carro: todo en un lado. Los huevos debajo
de los tomates y la leche encima de las patatas fritas. Los congelados al
aire, sin depositarlos en la bolsa adecuada para ellos, y su chaqueta de
ante, doblada de cualquier manera en el frente del carro “sujeta”
y protegida con cuatro pringosas botellas de aceite. Sin lugar a dudas...
¡Volaba!
- Por favor, ¿dónde has cogido la Coca Cola?
- ¿Qué...qué...? ¿Perdón...? –Se
puso de pie y se le volvieron a caer las gafas.
- Que dónde están las Coca Colas.
- Allí, a la vuelta. Yo te acompaño.
Y enfiló con paso corto y grácil hacia la zona de las bebidas.
Él la seguía, mirando dos bultitos sospechosos en su espalda,
que le parecían demasiado prominentes para ser las hombreras del sujetador.
Parecía que el carro tuviera un motorcito y tirara de ella; apenas
rozaba el suelo con los pies y no le sonaban los zapatos.
Le puso las bebidas en el inmenso hueco que quedaba delante de todo lo apiñado
detrás, le colocó los huevos y los tomates encima del todo;
la leche en el fondo, junto al agua mineral; las botellas de aceite en una
bolsa separada de la chaqueta, y la chaqueta doblada debidamente...
Con cara de tonto, voz entrecortada y de tonto, le preguntó:
- ¿Has traído lista de las cosas a comprar?
Ella, asombrada, le contestó:
- ¿Lista? ¿Qué lista?
Y él, como el que pregunta “¿Estudias o trabajas?, le
suelta, como con miedo:
- ¿Vu... vuelaaas?
- Todas las noches. Con mi marido. ¿Y tú?
- Con tu marido... Yo no. ¿Te importaría que nos sentáramos
un momento en esas dos banquetas, donde los zapatos, y me das un par de clases
teóricas?
- No tengo ningún inconveniente. Pero no sé que hora es. ¿Llevas
reloj?
- Sí. Las nueve, y cierran dentro de una hora. ¿Tampoco llevas
reloj?
- No, no lo necesito. Pregunto y ya está. Además, me llamarán
para venir a buscarme.
Y hablaron largo rato de religión,
guerras, desastres, el precio del petróleo, Tsunamis, inundaciones,
contaminaciones y: “Dios sabe lo que hace”, “¡Qué
lástima!” “¡Pobrecitos”!... No se cuestionaba
nada. Todo era por algo y alguien lo arreglaría. Todo lo miraba desde
arriba, sufría un poco y se limaba una uña rota: “¡Qué
desastre! Se me ha roto una uña...”
A punto estuvo de tocarle la espalda para ver si notaba hebillas o plumas,
pero se contuvo y le dijo:
- Son las 21:45 y no te han llamado todavía. Me llevas a dar una vuelta.
Y salieron al aparcamiento con carrito y todo y, a modo de Papá Noel,
se elevaron sin necesidad de tomar carrerilla, para sobrevolar por un momento
las penurias humanas envueltas en luces, atascos y alarmas antirrobo.
Fue un viaje corto pero fructífero. Durante el vuelo la fue hablando
de lo absurdo de tantas y tan variadas religiones y la acomodación
de ellas al poder y al dinero; otro tanto de la política; del hambre
en el mundo y las muertes injustificadas de quién nace donde nace;
del terrorismo que ocasiona muertes indiscriminadas e inútiles; de
la gripe aviar; de las vacas locas; de la intoxicación informativa
condicionada al nivel de audiencia; del abuso de los móviles y su
repercusión futura en la salud; de los aditivos; del paro... Ella
escuchaba y movía las alas y empezaba a jadear, y el carrito pesaba
cada vez más y sudaba, se descomponía y perdía altura.
Él se frotaba las manos y se preparaba para un aterrizaje inminente.
Se posaron en el suelo asfaltado del Híper. El carro se volcó
y todo se colocó en el suelo. Ella empezó a recogerlo y a situarlo
cuidadosa y ordenadamente en el carro, llorando en voz baja. Él, como
el que quita un esparadrapo para que no duela, le arrancó las alas
de un rápido y seco tirón.
- Es muy tarde y me tengo que marchar. No te preocupes que enseguida vienen
a buscarte... o no.
No sabía muy bien en
que estado se quedó “Campanilla”, sí sabía
con qué se había quedado él: con unas hermosas alas,
pero no con la certeza de su efectividad: “Se aprende a volar de pequeño,
pero se puede perder la capacidad de hacerlo cuando, de mayor, te pesan más
los problemas que la inocencia. Es un claro caso de acción y reacción...
¿o de consciencia?”. Mientras intentaba justificar su posible
fracaso, la distancia hacía desaparecer en sus ojos a su “compañera
de vuelo”.
Volvió a casa con las
alas bajo el brazo y con un sentimiento de culpa por la imagen “Campanilla”
en el parking, llorando y recogiendo la compra: “Al igual que pasa
con los dientes, ¿le crecerían unas alas nuevas y definitivas?”
Las guardó en una maleta de ropa a no usar y se acostó sin
que nadie le echara en falta. Mañana tendría que trabajar.
¿Qué hora es?
¿Qué me ha pasado? ¿Qué ha pasado? Oigo voces...
¡Y ladridos! ¡Dios mío, qué es todo esto!
¿Cuanto tiempo llevo aquí, y así? Su cuerpo no respondía
a ningún estímulo, y su cabeza, enmarcada brutalmente por trozos
de vigas y escombros, era como un clavo del que colgaba verticalmente su
cuerpo, aplastado entre las paredes de la derruida casa.
“Buenos días España,
son las seis de la mañana. Avance de informativos de la SER. Últimas
noticias sobre el movimiento sísmico que ha devastado casi en su totalidad
la comunidad de Madrid...” Alojado en algún hueco entre ladrillos
y oscuridad, comenzó a sonar el radio despertador que debía
iniciarle en la rutina previa a la salida a su trabajo en el otro extremo
de la ciudad.
Por alguna parte, a modo de
sinuoso tobogán, llegaba hasta su ojo derecho -su única posibilidad
de comunicación con el mundo exterior- un pequeño rayo de luz
tamizado intermitentemente de polvo y sombras.
¿Y sus alas?, ¿y Dios...?: ¡Dios mío, ayúdame!
Nadie le escuchaba. La radio contaba las muertes por miles y los móviles
sonaban y las mentes llamaban... Y Dios, como siempre, fuera de cobertura.
Pensaba en “Campanilla”, y se consolaba en la seguridad –si
había sobrevivido- de que habría encajado esta dura realidad
terrena de manera distinta. Él, que pretendía la no justificación
de todo y no volver a intentar razonar ningún acontecimiento más,
no tenía más remedio que volver a pisar suelo y dejar de pedir
ayuda a Dios. En su último hálito de vida, y a modo de rebelión
y protesta por todo lo que habían vivido y sufrido, él y la
humanidad entera, gritó: “¡Me cago en D...! ¡Que
Dios me perdone! Y voló.
Francisco Jiménez Morales
18.11.05
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